Мигель де Сервантес Сааведра - Хитроумный идальго Дон Кихот Ламанчский / Don Quijote de la Mancha Страница 3
- Категория: Проза / Проза
- Автор: Мигель де Сервантес Сааведра
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- Страниц: 6
- Добавлено: 2019-08-08 15:52:59
Мигель де Сервантес Сааведра - Хитроумный идальго Дон Кихот Ламанчский / Don Quijote de la Mancha краткое содержание
Прочтите описание перед тем, как прочитать онлайн книгу «Мигель де Сервантес Сааведра - Хитроумный идальго Дон Кихот Ламанчский / Don Quijote de la Mancha» бесплатно полную версию:«Хитроумный идальго Дон Кихот Ламанчский» – знаменитый роман Мигеля де Сервантеса, написанный в начале XVII века. Без сомнения, приключения Рыцаря печального образа и его верного оруженосца Санчо Пансы известны каждому, кто заинтересован в испанском языке и культуре. Данное издание позволит читателю познакомиться с обеими частями великого произведения в оригинале.Книга сокращена и адаптирована в соответствии с нормами современного испанского языка; в тексте сохранена сюжетная линия и все особенности яркого языка автора. Cноски поясняют сложные моменты, пословицы и реалии, а в конце книги вы найдете краткий словарь.Предназначается для продолжающих изучать испанский язык (уровень 4 – для продолжающих верхней ступени).
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–Pues ¿quién lo duda? ―contestó don Quijote.
–Yo lo dudo ―dijo Sancho―, porque no vale mi mujer para reina; condesa será mejor.
–Pídelo tú a Dios ―dijo don Quijote―, que él le dará lo que le venga mejor.
Capítulo VIII
La aventura de los molinos de viento
Iban caminando cuando descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y cuando don Quijote los vio, dijo a su escudero:
–La suerte va guiando nuestras cosas mejor de lo que pensábamos; porque mira allí, amigo Sancho Panza, donde se ven treinta, o pocos más, inmensos gigantes. Pienso pelear con ellos y quitarles a todos las vidas, y con el botín[43] que ganemos comenzaremos a enriquecernos.
–¿Qué gigantes? ―dijo Sancho Panza.
–Aquellos que allí ves ―respondió su amo― de los brazos largos, que miden algunos casi dos leguas[44].
–Mire, vuestra merced ―respondió Sancho―, que aquellos no son gigantes sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas[45], que se mueven por el viento.
–Bien parece ―respondió don Quijote― que no estás enterado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí y reza mientras voy yo a entrar en fiera y desigual batalla.
Y diciendo esto, se lanzó con su caballo Rocinante diciendo:
–No huyáis, cobardes, que un solo caballero os ataca.
Entonces se levantó un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse. Al verlo dijo don Quijote:
–Aunque mováis todos los brazos del mundo me lo vais a pagar[46].
Luego, con la lanza en la mano, puso a todo galope a Rocinante y atacó el primer molino que estaba delante. Dio un gran golpe con la lanza en el aspa, pero el viento hizo girar el aspa con tanta fuerza que rompió la lanza, arrojando lejos al caballo y al caballero, que fue rodando malherido por el campo. Acudió Sancho a socorrerlo y vio que no se podía mover; tal fue el golpe que había recibido.
–¡Válgame Dios! ―dijo Sancho―. ¿No le dije yo a vuestra merced que tuviera cuidado con lo que hacía, que eran molinos de viento?
–Calla, amigo Sancho ―respondió don Qiujote―, que las cosas de la guerra cambian continuamente. Más aún, yo pienso que aquel sabio Frestón que me robó los libros ha convertido estos gigantes en molinos, para quitarme la fama de su derrota. Pero poco podrá su maldad contra la bondad de mi espada.
–Dios quiera que así sea ―respondió Sancho Panza.
Le ayudó Sancho a levantarse y a subir sobre Rocinante y siguieron camino.
Después de caminar un buen trecho, Sancho dijo que era hora de comer. Su amo le respondió que comiera lo que quisiera, que él no tenía necesidad. Con su permiso, Sancho se puso cómodo en su asno e iba caminando y comiendo detrás de su amo y, de cuando en cuando, empinaba[47] la bota con mucho gusto.
La noche la pasaron entre unos árboles; don Quijote pensando en su señora Dulcinea, para hacer lo que había leído en sus libros, y Sancho Panza durmiendo sin parar.
Capítulo IX
La aventura de los frailes y el vizcaíno
Muy de mañana, continuaron viaje hacia Puerto Lápice[48]. A mitad de trayecto, aparecieron por el camino dos frailes de la orden de San Benito sobre los mulas y, un poco más atrás, un coche llevado por caballos, donde viajaba una señora vizcaína[49] que iba a Sevilla. Apenas los vio don Quijote, dijo a su escudero:
–O yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto; porque aquellos bultos negros deben de ser algunos encantadores que llevan prisionera a alguna princesa.
–Esto va a ser peor que los molinos de viento ―dijo Sancho―. Mire, señor, que aquellos son frailes de San Benito y el coche debe de ser de pasajeros.
–Sabes poco, Sancho, de aventuras ―respondió Don Quijote―, lo que yo digo es verdad y ahora lo verás.
Don Quijote se puso en medio del camino y avanzó veloz con el caballo en dirección a los frailes. Uno de ellos cayó de la mula y el otro salió huyendo de miedo. Sancho, al ver al fraile en el suelo, comenzó a quitarle los vestidos, pensando que le pertenecían como parte del botín de la batalla que había ganado su amo.
Pero unos mozos que acompañaban a los frailes aprovecharon que don Quijote estaba hablando ya con la señora del coche, para darle tantos golpes a Sancho que lo dejaron tendido en el suelo sin sentido.
Mientras, don Quijote le decía a la dama:
–Hermosa señora mía, sus raptores ya han sido derrotados por este fuerte brazo. Sabed que me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y servidor de la hermosa doña Dulcinea del Toboso; y en pago del favor que os he hecho, quiero que vayáis al Toboso y os presentéis ante esa señora y le digáis lo que he hecho por vuestra libertad.
Un escudero vizcaíno, que oyó lo que decía don Quijote, se acercó a él y cogiéndole por el brazo le dijo:
–Vete, caballero, que si no dejas que el coche siga su camino, te mataré.
Don Quijote cogió la espada con el pensamiento de quitarle la vida. El vizcaíno, al ver la intención de don Quijote, decidió hacer lo mismo. La señora del coche y los demás criados estaban asustados ante las furiosas amenazas de los dos contendientes[50], que ya se aproximaban con sus espadas en alto. El primero en atacar fue el vizcaíno, que le cortó media oreja a don Quijote y le dio un buen golpe en el hombro que le hizo rodar por el suelo. Este se levantó lleno de cólera, se subió de nuevo al caballo y golpeó al vizcaíno con tal furia que comenzó a echar sangre por todo su cuerpo y cayó al suelo malherido. Don Quijote fue hacia él y, poniéndole la espada entre los ojos, le dijo que se rindiera.
En esto, la señora del coche se acercó a don Quijote y le pidió que perdonara la vida a su escudero. Don Quijote respondió en tono serio:
–Yo estoy contento, hermosa señora, de hacer lo que me pedís. Pero este caballero me ha de prometer ir al Toboso y presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga de él lo que quiera.
La señora prometió que el escudero haría todo aquello que le mandaran.
–Esa palabra me basta ―dijo don Quijote― para que yo no le haga más daño, aunque lo tiene bien merecido.
Capítulo X
Los razonamientos entre don Quijote y su escudero
Sancho Panza había estado atento a la batalla de su señor don Quijote y rogaba a Dios que le diera la victoria y que en ella ganar alguna ínsula la que le hiciera gobernador, como le había prometido. Sancho ayudó a su amo a subir sobre Rocininante y, besándole la mano, le dijo:
–Ya puede vuestra merced darme el gobierno de la ínsula que en esta batalla se ha ganado, que yo me siento con fuerzas para gobernarla como el mejor gobernador.
Don Quijote le respondió:
–Sancho, estas aventuras no son de ínsulas sino de encrucijadas[51], en las cuales sólo se gana sacar rota la cabeza o quedar con una oreja menos. Tened paciencia, porque no faltarán aventuras para que te pueda hacer gobernador o algo más.
Don Quijote sobre Rocinante y Sancho en su asno entraron en un bosque.
Entonces preguntó don Quijote a Sancho:
–¿Has visto más valeroso caballero que yo en toda la tierra? ¿Has leído en alguna historia que otro caballero haya tenido más valor?
–La verdad es ―dijo Sancho― que yo no he leído ninguna historia, porque no sé leer ni escribir. Pero digo que jamás he servido a un amo tan atrevido como vuestra merced. Y ahora le ruego que se cure la oreja, que veo que está echando sangre.
–Eso no sería difícil ―respondió don Quijote― si yo recordara cómo se hace el bálsamo de Fierabrás[52], que con una sola gota bastaría para curarla.
–¿Qué bálsamo es ese? —preguntó Sancho Panza.
–Con ese bálsamo ―respondió don Quijote― no hay que temerle a la muerte, ni a morir de ninguna herida. Así que cuando lo haga y te lo dé, si un día me parten en dos en alguna batalla, juntas las dos partes de mi cuerpo y me das dos tragos del bálsamo; quedaré más sano que una manzana.
–Si eso es así ―dijo Sancho―, renuncio al gobierno de la prometida ínsula; lo único que quiero es la receta de ese bálsamo, pues con lo que valdrá podré ganar mucho dinero al venderlo y vivir descansadamente. Pero hay que saber cuánto costaría hacerlo.
–Con poco dinero se puede hacer una gran cantidad. Pero pienso enseñarte otros y mayores secretos. Y ahora ve a las alforjas y trae algo de comer, porque luego vamos a buscar algún castillo donde alojarnos esta noche, que me está doliendo mucho la oreja y necesito preparar el bálsamo.
–Aquí traigo una cebolla y un poco de queso, y no sé cuántos mendrugos[53] ―dijo Sancho―; pero no son lanjares para tan valiente caballero como vuestra merced.
–¡Qué mal lo entiendes! ―respondió don Quijote―. Has de saber que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, pero, cuando no hay otra cosa, es bueno comer cosas sencillas del campo como las que tú me ofreces.
Sacó Sancho lo que traía y comieron los dos en paz. Subieron luego a caballo y poco después, como ya anochecía, se detuvieron junto a las cabañas de unos cabreros para pasar la noche.
Capítulo XI
Don Quijote y los cabreros
Los cabreros los recibieron con amabilidad. Sancho se ocupó de Rocinante y de su asno y después se acercó a un caldero[54] donde los cabreros estaban guisando unos trozos de carne de cabra. Pusieron en el suelo unas pieles de oveja, para que les sirvieran de mesa, y se sentaron alrededor. A don Quijote lo sentaron sobre un almohadón, después de rogarle con mucha cortesía que lo hiciera.
Viendo don Quijote que Sancho estaba de pie, le dijo:
–Para que veas, Sancho, el bien que encierra la andante caballería, quiero que aquí a mi lado te sientes en compañía de esta buena gente, que soy tu amo y señor; que comas en mi plato y bebas por donde yo bebo, porque la caballería andante es como el amor, que iguala todas las cosas.
–¡Menudo favor! ―dijo Sancho―, pues si tengo algo que comer, prefiero hacerlo en mi rincón sin finos modales ni respetos, aunque sea pan y cebolla.
–A pesar de todo, te has de sentar, Sancho.
Los cabreros, que no entendían de escuderos y de caballeros andantes, comían y callaban, sin dejar de mirar a sus invitados, que tragaban con gana buenos trozos de cabra.
Una vez acabada la carne, pusieron en el centro gran cantidad de bellotas y medio queso para acompañar el vino que aún quedaba.
Después de comer, don Quijote cogió un puñado[55] de bellotas y dijo:
–Dichosos aquellos siglos dorados, llamados así no porque hubiera mucho oro, sino porque los que vivían en aquel tiempo ignoraban las palabras tuyo y mío. Entonces todas las cosas eran comunes: para comer bastaba con levantar la mano y coger el fruto de las robustas encinas. Las fuentes y los ríos ofrecían frescas y transparentes aguas. En los huecos de los árboles, las abejas regalaban la dulce miel que solo ellas trabajaban. Todo era paz y amistad entonces. Las hermosas muchachas andaban sólo con lo necesario para cubrir lo que la honestidad ha querido siempre que se cubra. El engaño no se mezclaba con la verdad. Y ahora, en estos tiempos que vivimos, nada está seguro. Por ello se creó la orden de los caballeros andantes; para defender a las doncellas, proteger a las viudas y socorrer a los huérfanos y los necesitados. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, a quienes agradezco el habernos acogido tan amablemente a mi y a mi escudero.
Los cabreros le estuvieron escuchando embobados[56] y sin decir palabra. Finalmente, dijo uno de los cabreros:
–Para que vea, señor caballero andante, que le acogemos buena voluntad, queremos contentarle con una canción que sabe un compañero nuestro y que no tardará en venir.
Apenas había terminado de hablar, cuando llegó a los oídos de todos la música de un rabel[57], y al poco rato apareció el mozo que lo tocaba.
Uno de los cabreros le dijo:
–Bien podrías cantar un poco para que este señor vea que también por los montes y bosques hay quien sabe de música.
El mozo, sin hacerse más de rogar[58], se sentó en un tronco de encina y comenzó a cantar una canción de amores. Quiso don Quijote que cantara algo más, pero Sancho le dijo que esos hombres estaban ya cansados del duro trabajo que habían hecho.
–Ya te entiendo, Sancho ―dijo don Quijote―. Es hora de descansar. Ponte cómodo donde quieras, que los de mi profesión mejor están despiertos que durmiendo. Pero antes quisiera que me vuelvas a curar esta oreja, que me duele bastante.
Uno de los cabreros dijo que él tenía un excelente remedio para curarla: tomó algunas hojas de romero[59], las machacó y las mezcló con un poco de sal y se lo puso en la oreja, diciéndole que no necesitaba otra medicina, y así fue.
Capítulo XII
La aventura de los yangüeses
[60]
Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli que cuando don Quijote se despidió de los cabreros, él y su escudero entraron en un bosque cabalgando y fueron a parar a un prado de frescas hierbas por donde corría un arroyo de aguas claras. Se apearon don Quijote y Sancho y dejaron al asno y a Rocinante pacer a sus anchas por el prado, mientras ellos comían en buena compañía de lo que llevaban en las alforjas.
Había en el prado una manada de yeguas de unos yangüeses que habían parado a descansar. En cuanto Rocinante vio las yeguas, corrió hacia ellas muy contento para saciar su natural instinto, pero lo recibieron a coces. Y viendo los yangüeses la insistencia de Rocinante, acudieron con palos y le dieron golpes hasta derribarlo al suelo.
Don Quijote, que vio la paliza dada a Rocinante, dijo a Sancho:
–Por lo que veo, amigo Sancho, estos no son caballeros, sino gente sin educación. Te lo digo para que me ayudes a vengar el daño que hecho a Rocinante.
–¿Qué dice, mi señor ―respondió Sancho―, si ellos son más de veinte y nosotros sólo dos?
–Yo valgo por ciento ―contestó don Quijote.
Y sin decir más, cogió su espada y atacó a los yangüeses. Lo mismo hizo Sancho Panza, siguiendo el ejemplo de su amo. Don Quijote dio una cuchillada a uno y le rompió el vestido y parte de la espalda.
Los demás yangüeses acudieron con sus palos y comenzaron a dar golpes al amo y al criado hasta hacerlos rodar por el suelo. Los yangüeses, cuando vieron lo que habían hecho, cogieron sus yeguas y echaron a correr camino adelante.
El primero en hablar fue Sancho, que dijo a su amo:
–¡Ay, señor don Quijote! Pido a vuestra merced que me dé un par de tragos de aquella bebida de Fierabrás, si es que la tiene a mano.
–Si la tuviera ―respondió don Quijote, con todo cuerpo dolorido―, te la daría. Pero te juro que la he de conseguir antes de dos días. Te digo, además, que yo tengo la culpa de todo por usar mi espada contra hombres que no son caballeros como yo. No se pueden desobedecer las leyes de caballería.
–Pues yo soy hombre pacífico ―dijo Sancho― y sé disimular cualquier ofensa, porque tengo mujer e hijos que cuidar. Así que no pienso luchar con ningún hombre, alto o bajo, rico o pobre, hidalgo o labrador.
–Has de saber, amigo Sancho ―dijo don Quijote―, que la vida de los caballeros andantes es mil veces peligrosa y desgraciada, como lo demuestra la experiencia. Así que haz un esfuerzo, que lo mismo haré yo. Veamos cómo está Rocinante, que también ha recibido sus golpes.
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