Isabel Allende - El plan infinito Страница 8

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Isabel Allende - El plan infinito

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— ¡Andate al carajo y no vuelvas a tocarme en los días de tu vida! — y rompió a llorar con la cara vuelta a la pared.

Me senté a su lado en el suelo sin saber qué decir, mucho más triste por su llanto que por el rechazo. Un buen rato después me levanté en puntillas y abrí la puerta a Oliver; a partir de ese día dormí abrazado a mi perro. En los meses siguientes tuve la sensación de que existía un misterio en mi casa del cual yo estaba excluido; un secreto entre mi padre y mi hermana, o tal vez entre ellos y mi madre, o entre todos y Olga. Presentí que era mejor ignorar la verdad y no traté de averiguarla. El ambiente estaba tan cargado que procuraba ausentarme de la casa lo más posible, visitaba a Olga o a los Morales, daba largas caminatas por los campos cercanos, me alejaba varias millas y regresaba al anochecer; me escondía en la pequeña bodega, entre herramientas y bultos, y lloraba durante horas sin saber por qué. Nadie me hizo preguntas.

La imagen de mi padre comenzó a borrarse y fue reemplazada por la de un desconocido, un hombre injusto y rabioso, que mientras acariciaba a Judy a mí me golpeaba al menor pretexto y me empujaba de su lado, vete a jugar fuera, los muchachos deben hacerse fuertes en la calle, me gruñía. Ninguna semejanza había entre el pulcro y ca–rismático predicador de antes y aquel anciano asqueroso que pasaba el día escuchando la radio en un sillón, a medio vestir y sin afeitarse. Para entonces ya no pintaba y tampoco podía dedicarse al Plan Infinito; la situación en la casa desmejoró a ojos vista y nuevamente Inmaculada Morales se hizo presente con sus picantes comistrajos, su sonrisa generosa y su buen ojo para captar las necesidades ajenas. Olga me daba dinero con instrucciones de ponerlo con disimulo en la cartera de mi madre. Esta inusitada forma de ingresos se mantuvo por muchos años, sin que mi madre hiciera jamás el menor comentario, como si no percibiera esa multiplicación misteriosa, de billetes.

Olga tenía el talento de marcar su entorno con su sello extravagante. Era un pájaro migratorio y aventurero, pero donde se detenía, aun que fuera por unas horas, lograba crear la ilusión de un nido permanente. Poseía pocos bienes, pero sabía distribuirlos a su alrededor de tal modo que si el espacio era pequeño se contenían en un baúl y si era más grande se esponjaban hasta llenarlo. Bajo una carpa en cualquier recodo del camino, en una choza o en la cárcel, donde fue a parar más tarde, ella era reina en su palacio. Cuando se separó de los Reeves consiguió una habitación alquilada a un precio módico, un cuchitril algo sórdido con la pátina melancólica del resto del barrio, pero logró realzarlo con colores propios, trasformándolo en poco tiempo en punto de referencia para quienes solicitaban una dirección: tres cuadras para adelante, doble a la derecha y donde vea una casa pintarrajeada le da a la izquierda, y ya está. La escalera de acceso y las dos ventanas fueron decoradas en su estilo, colgajos de conchas y cristales llamaban a los pasantes con su sonajera de campanas, luces multicolores evocaban una Navidad interrumpida y su nombre en letras cursivas coronaba aquella extraña pagoda. Los dueños de la propiedad se cansaron de exigir un poco de discreción y por último se resignaron a los chirimbolos en el edificio. A poco nadie en varias millas a la redonda ignoraba dónde vivía Olga. Puertas adentro la vivienda presentaba un aspecto igualmente estrafalario, con una cortina separó la habitación en dos partes, una para atender a su clientela y otra donde puso su cama y su ropa colgada de clavos en la pared. Aprovechando sus dotes artísticas y la caja de pinturas al óleo de los tiempos de su empresa con Charles Reeves, cubrió las paredes de signos del Zodiaco y palabras en alfabeto cirílico, que producían gran impresión en los visitantes. Compró un mobiliario de segunda mano y en un pase de imaginación lo convirtió en divanes orientales; en estanterías se alineaban estatuillas de santos y magos, potiches con sus pócimas, velas y amuletos; del techo colgaban atados de hierbas secas y resultaba difícil desplazarse entre las mesas enanas donde atesoraba pebeteros con incienso de dudosa calidad, comprado en las tiendas de los pakistanos. Esa fragancia dulzona luchaba eternamente con la de plantas y pócimas medicinales, esencias para el amor y cirios de ensalmo. Cubrió las lámparas de chales con flecos, tiró por el suelo una apolillada piel de cebra y cerca de la ventana reinaba orondo un gran Buda de yeso dorado. En aquella cueva se las ingeniaba para cocinar, vivir y ejercer su oficio, todo en un espacio mínimo que por arte de fantasía se acomodaba a sus necesidades y caprichos. Concluida la decoración de su casa echó a correr la voz de que hay mujeres capaces de desviar el curso de las desgracias y ver en la oscuridad del alma y ella era una de ésas. Luego se sentó a esperar, pero no por mucho porque la gente ya es taba enterada de la curación de la almacenera barbuda y pronto los clientes se apiñaban para contratar sus servicios. Gregory visitaba a Olga a cada rato. Al término de las clases salía escapando, perseguido por la patota de Martínez, un muchacho algo mayor que todavía estaba en segundo grado, no había aprendido a leer y no le entraba el inglés en el cerebro, pero ya tenía el cuerpo y la actitud de un matón. Oliver aguardaba ladrando junto al quiosco de periódicos en un valiente afán de detener a los enemigos y dar ventaja a su amo, para después seguirlo como flecha a su destino final. Para despistar a Martínez el niño solía desviarse a casa de Olga. Sus visitas a la adivina eran una fiesta. En cierta ocasión se deslizó bajo la cama sin que ella lo viera y desde su escondite presenció una de sus extraordinarias consultas. El dueño del bar «Los tres Amigos», mujeriego y vanidoso con bigotillo de actor de cine y un faja elástica para contenerse la barriga, se presentó turbado donde la hechicera en busca de alivio para un mal secreto. Ella lo recibió envuelta en una túnica de astróloga en el cuarto apenas iluminado por bombillos rojos y perfumado de incienso. El hombre se sentó ante la mesa redonda donde ella atendía a sus clientes, y contó con titubeantes preámbulos y rogando la mayor discreción, que sufría de un ardor constante en los genitales.

— A ver, muéstremelo–ordenó Olga y procedió a examinarlo largamente con una linterna de bolsillo y una lupa, mientras Gregory se mordía las manos para no estallar de risa bajo la cama. — Me hice los remedios que me recetaron en el hospital, pero nada. Hace cuatro meses que me estoy muriendo, doña. — Hay enfermedades del cuerpo y enfermedades del alma–diagnosticó la maga volviendo a su trono a la cabecera de la mesa-. Esta es una enfermedad del alma, por eso no se cura con medicinas normales. Por donde pecas, pagas.

— ¿Ah? — Usted le ha dado mal uso a su órgano. A veces las faltas se pagan con pestes y otras con picazón moral–explicó Olga, que estaba al tanto de todos los chismes del barrio, conocía la mala reputación del cliente y la semana anterior le había vendido polvos para la fidelidad a la desconsolada esposa del tabernero-. Puedo ayudarlo, pero le advierto que cada consulta le costará cinco dólares y que no va a ser muy agradable. Al ojo puedo calcular que necesitará cinco sesiones por lo menos. — Si con eso me voy a mejorar…

— Tiene que pagarme quince dólares al empezar. Así nos aseguramos de que no se arrepienta por el camino; mire que una vez comenzado el ensalmo debe terminarse o si no se le seca el miembro y le queda como un ciruela pasa ¿me entiende? — Cómo no, doñita, usted manda–accedió aterrorizado el galán.

— Quítese todo para abajo, puede dejarse la camisa–ordenó ella antes de desaparecer tras el biombo a preparar los elementos necesarios para la curación.

Colocó al hombre de pie al centro del cuarto, lo rodeó con un círculo de velas encendidas, le echó unos polvos blancos en la cabeza, al tiempo que recitaba una letanía en lengua desconocida, enseguida untó la zona afectada con algo que Gregory no pudo ver, pero sin duda era de gran efectividad, porque a los pocos segundos el infeliz daba saltos de mono y gritaba a todo pulmón.

— No se me salga del circulo–indicó Olga mientras esperaba calmadamente a que se le pasara la picazón.

— ¡Ay qué chingadera, madrecita! Esto es peor que salsa de chile piquín… — gimió el paciente cuando recuperó la respiración. — Si no duele no cura–determinó ella, conocedora de los beneficios del castigo para quitar la culpa, lavar la conciencia y aliviar las enfermedades nerviosas-. Ahora le voy a poner algo fresquecito y lo pintó a brochazos con tintura azul de metileno, luego le ató una cinta rosada y le ordenó regresar a la semana siguiente sin quitarse la cinta por ningún motivo y echarse la tintura todas las mañanas. — Pero cómo voy a… bueno, usted me entiende, con ese lazo ahí… — Tendrá que portarse como un santo no más. Esto le pasó por andar de picaflor ¿por qué no se conforma con su esposa? Esa pobre mujer tiene ganado el cielo, usted no la merece–y con esa última recomendación de buena conducta lo despachó.

Gregory le apostó un dólar a Juan José y a Carmen Morales que el dueño del bar tenía el pirulo azul decorado con una cinta de cumpleaños. Los muchachos pasaron una mañana trepados al techo de «Los Tres Amigos» espiando el baño por un agujero hasta comprobar con sus propios ojos el fenómeno.

Poco después todo el barrio sabía el cuento y desde entonces el tabernero debió soportar el apodo de Pito–de–lirio, que había de acompañarlo hasta su tumba.

Como Olga no siempre le abría la puerta porque solía estar ocupada con algún cliente, Gregory se sentaba en la escalera a hacer un inventario de los nuevos adornos de la fachada, maravillado del talento de la mujer para renovarse cada día. En algunas ocasiones ella se asomaba, apenas cubierta por una bata, con el pelo revuelto como una maraña de algas rojas, y le daba galletas o una moneda; no puedo verte hoy, Greg, tengo trabajo, regresa mañana, le decía con un beso fugaz en la mejilla. El chico partía frustrado, pero compren día que ella tenía deberes ineludibles. Los clientes eran de muchos tipos: desesperados en busca de mejorar su fortuna, mujeres preñadas dispuestas a utilizar cualquier recurso para derrotar a la naturaleza, enfermos desalentados por la medicina tradicional, amantes despechados y ansiosos de venganza, solitarios atormentados por el silencio y gente ordinaria que sólo quería un masaje, un fetiche, una lectura de la palma de las manos o té de flores orientales para el dolor de cabeza. Para cada uno Oiga disponía de una dosis de magia e ilusión, sin detenerse a considerar la legitimidad de sus métodos, porque en ese barrio nadie entendía y ni daba importancia a las leyes de los gringos.

La adivina no tuvo hijos propios y adoptó en su corazón a los de Charles Reeves. No se ofendió con los desaires de Judy, porque sabía que apenas la niña la necesitara estaría de nuevo a su lado, y agradeció calladamente la fidelidad de Gregory, a quien premiaba con mimos y regalos. Por él se enteraba del destino de los Reeves. Muchas veces el chiquillo le preguntó por qué no visitaba la casa, pero sólo obtuvo respuestas vagas. En una de aquellas oportunidades en que la adivina no pudo recibirlo, creyó escuchar la voz de su padre a través de la puerta y el corazón casi le revienta en el pecho; se vio de pie al borde de un abismo sin fondo, a punto de destapar una caja de horrores. Disparó corriendo, sin deseos de averiguar lo que temía, pero la curiosidad pudo más y a medio camino volvió para esconderse en la calle a esperar que saliera el cliente de Olga. Cayó la noche sin que la puerta se abriera y por fin debió regresar a su casa. Al llegar encontró a Charles Reeves leyendo el periódico en su sillón de mimbre.¿Cuánto vivió mi padre en realidad? ¿Cuándo empezó a morirse? En los meses finales ya no era él, su cuerpo había cambiado tanto que era difícil reconocerlo y su espíritu tampoco estaba allí. Un soplo maléfico animaba a ese viejo que seguía llamándose Charles Reeves, pero no era mi padre. Por eso yo no tengo malos recuerdos. Judy, en cambio, está llena de odio. Hemos hablado de esto y no coincidimos en los hechos ni en los personajes, como si cada uno fuera protagonista de un cuento diferente. Vivíamos juntos en la misma casa al mismo tiempo, sin embargo su memoria no registró lo mismo que la mía. Mi hermana no comprende por qué sigo aferrado a la imagen de un padre sabio y a una época dichosa acampando al aire libre bajo la cúpula profunda de un cielo lleno de estrellas o cazando patos agazapado entre unos juncos al amanecer. Jura que las cosas nunca fueron así; que siempre hubo violencia en nuestra familia, que Charles Reeves fue un charlatán de poca monta, un vendedor de mentiras, un degenerado que murió de puro vicioso y no nos dejó nada bueno. Me acusa de haber bloqueado el pasado; dice que prefiero ignorar sus vicios; debe ser verdad porque no sabía que fuera alcohólico y lleno de maldad, como ella sostiene. ¿No te acuerdas cómo te azotaba por cualquier tontería con un cinturón de cuero? me repite Judy. Sí, pero no le guardo rencor por eso, en aquellos tiempos a todos los muchachos les pegaban, era parte de la educación. A Judy la trataba mejor, no se acostumbraba golpear tanto a las niñas, parece. Además yo era muy inquieto y testarudo; mi madre nunca pudo doblegarme, por eso intentó deshacerse de mí en más de una ocasión. Poco antes de morir, en uno de esos raros encuentros en que pudimos hablar sin herirnos, me aseguró que no lo hizo por falta de cariño; siempre me quiso mucho, dijo, pero no podía mantener a dos niños y naturalmente prefirió quedarse con mi hermana, que era más dócil, en cambio a mí no era capaz de controlarme. A veces sueño con el patio del orfelinato. Judy era mucho mejor que yo, de eso no hay duda, una chiquilla mansa y simpática, siempre estaba dispuesta a obedecer y tenía esa coquetería natural de las niñas bonitas. Así fue como hasta los trece o catorce años, después se transformó.

Lo primero fue el olor a almendras. Volvió solapadamente, casi imperceptible al principio, una ráfaga tenue que pasaba sin dejar rastros, tan leve que me resultaba imposible determinar si la había sentido en realidad o si era sólo el recuerdo de la visita al hospital, cuando operaron a mi padre, Después fue el ruido. El cambio más notable fue ese ruido. Antes. en los tiempos de los viajes en el camión, el silencio era parte de la vida, cada sonido tenía su espacio preciso. En la ruta sólo se escuchaba el motor del vehículo y a veces la voz de mi madre leyendo; al acampar percibíamos el crepitar de la leña en el fuego, el cucharón en la olla, las lecciones escolares, breves diálogos, la risa de mi hermana jugando con Olga, el ladrido de Oliver. En la noche el silencio era tan denso que el graznido de una lechuza o el aullar de un coyote parecían escandalosos. De acuerdo a mi padre, tal como cada cosa tiene su lugar, cada sonido tiene su momento. Se indignaba cuando alguien interrumpía en la conversación; en sus sermones se debía retener el aire, porque hasta una tos involuntaria provocaba su mirada de hielo. Al final, todo se desordenó en la mente de Charles Reeves. En sus peregrinaciones astrales debe haber encontrado no sólo aquel hangar lleno de artefactos malogrados y de inventos demenciales, sino también cuartos atiborrados de olores, sabores, gestos y palabras sin sentido, otros llenos a reventar de intenciones disparatadas y uno donde los ruidos del descalabro retumbaban como el repique de una monstruosa campana de hierro. No me refiero a los sonidos del barrio; el tráfico en la calle, los gritos de la gente, las máquinas de los obreros construyendo la gasolinera, sino a esa confusión que marcó sus últimos meses. La radio, que antes sólo se encendía para escuchar noticias de la guerra y música clásica, atronaba ahora día y noche con toda suerte de mensajes inútiles, juegos de pelota y canciones vulgares. Por encima de ese estrépito mi padre reclamaba a gritos por nimiedades, daba órdenes contradictorias, nos llamaba a cada rato, leía en alta voz sus propios sermones o pasajes de la Biblia, tosía, escupía sin cesar y se soplaba la nariz con un alboroto injustificado, martillaba clavos en las paredes y jugaba con sus herramientas como si estuviera arreglando algún desperfecto, pero en realidad esos frenéticos quehaceres no tenían un fin preciso. Hasta dormido era ruidoso. Ese hombre, antes tan pulcro en sus modales y en sus hábitos, se dormía de pronto en la mesa, con la boca llena de comida, sacudido por un ronquido profundo, jadeando y murmurando perdido en el laberinto de quién sabe qué desvaríos lujuriosos. Basta, Charles, lo despertaba mi madre azorada cuando lo sorprendía manoseándose el sexo en sueños; es la fiebre, niños; agregaba para tranquilizamos. Mi padre deliraba, no hay duda, la fiebre lo atacaba a mansalva en cualquier momento del día, pero durante la noche no tenía descanso, amanecía empapado de transpiración. Mi madre lavaba las sábanas cada mañana, no sólo por el sudor de la agonía, también por las manchas de sangre y pus de los forúnculos. En sus piernas crecían abscesos purulentos, que él trataba con árnica y compresas de agua calientes. Desde que comenzó su enfermedad mi madre no dormía en su cama, pasaba la noche recostada en un sillón cubierta con un chal. Hacia el final, cuando mi padre ya no podía levantarse, Judy se negaba a entrar a su cuarto, no quería verlo, y ninguna amenaza o recompensa lograban acercarla al enfermo; entonces yo pude aproximarme poco a poco, primero a observarlo desde el umbral y después a sentarme en el borde de la cama. Estaba demacrado, la piel verdosa pegada a los huesos, los ojos hundidos en las órbitas, sólo el rumor asmático de su respiración indicaba que aún vivía. Tocaba su mano, él abría los párpados y su mirada no me reconocía. A ratos le bajaba la fiebre y parecía resucitar de una larga muerte, bebía un poco de té, pedía que encendieran la radio, se levantaba y daba unos pasos vacilantes. Una mañana salió medio desnudo al patio a ver el sauce y me mostró las ramas tiernas; está creciendo y vivirá para llorarme, dijo. Ese día, al regresar de la escuela, Judy y yo vimos desde lejos la ambulancia en el callejón de nuestra casa. Yo corrí, pero mi hermana se sentó en la acera, abrazada a su bolsón de li bros. Ya se habían juntado algunos curiosos en el patio, Inmaculada Morales estaba en el porche ayudando a dos enfermeros a pasar una camilla a través del umbral demasiado estrecho. Entré a la casa y me aferré al vestido de mi madre, pero me rechazó descompuesta, como si tuviera náuseas, En ese momento sentí una bocanada intensa de olor a almendras y un anciano escuálido apareció de pie, en la puerta del cuarto; llevaba sólo una camiseta, iba descalzo, revuelto el poco cabello que aún le quedaba en la cabeza, los ojos llameantes por la locura de la fiebre, y un hilo de saliva escurriendo por las comisuras de la boca. Con la mano izquierda se apoyaba en la pared, con la derecha se masturbaba.

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